Reunía todas las condiciones necesarias para fracasar en un ambiente inhóspito, pero triunfó. A lo grande, al punto de convertirse en una de las referencias no solo de Francia, su país, sino de la música contemporánea. Un hombre políticamente incorrecto, imprudente y atrevido que se metió en el corazón de varias generaciones que hoy lloran su muerte. Ese era Shahnour Vaghinag Aznavourian.
Charles Aznavour falleció este lunes primero de octubre. Había nacido en París en 1924, el 22 de mayo. Su padre Mischa Aznavourian, un barítono, y su madre Knar Baghdassarian, una actriz, salieron en 1915 de su natal Armenia, huyendo del genocidio que le costó la vida a más de un millón y medio de personas. La intención era llegar a Estados Unidos, pero echaron raíces en París.
Voy a ser completamente sincero: hasta hace cuatro años, cuando visité París, era poco o nada lo que sabía de Charles Aznavour. Estuve allí de luna de miel con mi esposa Gaudis, que sí es una aficionada de vieja data de esta leyenda de la música. Nos alojamos en un apartamento justo al frente de la Torre Eiffel, un lugar donde es imposible no enamorarse de la ciudad y su historia.
Por las noches, antes de ir a descansar, tomábamos una copa de champaña en la terraza mientras escuchábamos la música de Aznavour. Tengo que decirte que me cautivó de inmediato y desde entonces es uno de mis cantantes preferidos. Buen aniversario, Venecia y La bohemia, son mis temas favoritos, pues están impregnados de recuerdos imborrables de momentos muy felices.
Hace unos pocos años vino a República Dominicana, pero no tuvimos la fortuna de ir a verlo, algo que hoy, tras su muerte, me produce una decepción. Me queda la satisfacción de haber aprendido a disfrutar su música y de conocer su vida, que también es su legado. Son grandes las lecciones que podemos aprender de Charles Aznavour, un singular personaje que dejó una profunda huella.
Aznavour creció en medio de grandes dificultades, pues sus padres quebraron varias veces con los restaurantes que abrieron en la Ciudad Luz. En ellos, cuando solo tenía 11 años, el pequeño Charles solía acompañar a su padre cuando este decidía entonar alguna tonada para entretener a los comensales. También fue vendedor de diarios y ayudante de pastelería, en su juventud.
Cuando hizo público su deseo de ser intérprete, tuvo una gran resistencia. “No tienes buena voz, no eres guapo y tampoco eres alto”, fue la sentencia que escuchó varias veces. Era la antítesis del galán buenmozo, corpulento y de voz gruesa que por esos días marcaba la pauta en el mundo de la música. Sin embargo, insistió y en 1941 se unió al también cantante Pierre Roche, para escribir canciones.
Mal no les fue, porque hicieron varias giras por Estados Unidos y Canadá, además de Francia, claro. Fue telonero de la gran Edith Piaff, la cantante más representativa de Francia, que lo adoptó cuando Charles se separó de Roche, en 1951. Estuvieron juntos ocho años, en los que fue chofer, mozo, secretario y compositor de grandes temas que se inmortalizaron en la inolvidable voz de la diva.
Y las letras que componía, más que las canciones que interpretaba, fueron el pasaporte al Olimpo de los inmortales. Aznavour escribía de temas cotidianos y otros que nadie se atrevía a abordar: homosexualidad, amor, desamor, soledad o la guerra. “Como en la literatura o la pintura, en una canción se puede decir de todo, a condición de que se sea sincero, esté bien escrita y no sea vulgar”.
“No es importante ser recordado. Lo importante es saber que mi trabajo será recordado”, decía Charles Aznavour. Una genial frase que nos enseña que lo que vale en verdad es aprovechar lo que la vida nos regaló y compartirlo con otros. Por supuesto, nunca lo olvidaremos. Paz en su tumba.
El Consejo de Emil
Fue Piaff la que lo visibilizó, pero luego él se encargó de acrecentar la leyenda con canciones que se convirtieron en leyendas inmortales. Son inolvidables sus duetos con Frank Sinatra, Julio Iglesias, Plácido Domingo, Liza Minelli, Elton John, Sting, Raphael o Compay Segundo. Se lo considera uno de los grandes del siglo XX, a la par de The Beatles, Elvis Presley, Bob Dylan o Sinatra.
Cada vez que subía a la tarima, y lo hacía todavía en estos días a los 94 años, se encontraba con un escenario repleto. Jóvenes y adultos, niños y adultos mayores, hombres y mujeres por igual se rendía a la magia de sus interpretaciones. Temas cotidianos, que conectaban rápidamente con el público, que se sentía plenamente identificado con la temática de las letras, era el protagonista.
Verlo era un placer: se entregaba sin límites, con una pasión desbordante. Parecía insignificante por su corta estatura, por su timidez, por la sobriedad de su ropa siempre de tonalidad oscura (amaba el color negro), pero cuando comenzaba a cantar se transformaba en un gigante. “Al lado de Aznavour, los demás somos amateurs”, dijo alguna vez el cantante belga Jacques Brel.
“Cuando era niño y soñaba con ser cantante, era muy pobre y no podía pagar un profesor de canto. Mi profesor fue el espejo. Un día me reveló que yo era pequeño y oscuro. Entonces, decidí convertirme en alguien grande y célebre”, contó alguna vez. Y vaya si fue grande y célebre: “La vida comienza todas las mañanas y yo las recibo con alegría, remuevo las esperanzas”, solía decir.
Grabó más de 1.400 canciones en seis idiomas, 800 de ellas compuestas por él, publicó casi 300 discos, vendió más de 100 millones de álbumes y con más de 90 años llenaba salas de conciertos. Decía que cantaba para una sola persona, así hubiera 200 o 2.000. “El público es una persona, así que cada espectador piensa que canto solo para él. Esa es la verdad absoluta”. Ese era su secreto.
Murió Charles Aznavour y un rincón de mi corazón está triste. Lo recordaré con gratitud cada vez que escuche sus canciones. Y su ejemplo, su obra y su vida seguirán siendo una fuente inagotable de inspiración, una invaluable lección que nos enseña que en la vida no hay dificultades, tampoco hay limitaciones: solo hay oportunidades y sueños por cumplir. Charles Aznavour los cumplió todos.